Huir de todo era un pensamiento constante, abrumante. “Tal
vez hoy escriba una nota, la deje sobre mi escritorio y me resigne a desaparecer”.
Desaparecer, “que verbo tan mágico”, pensaba. “Las cosas
desaparecen, a veces de la nada. Se pierden, nadie sabe dónde están. Yo quiero
que nadie sepa dónde estoy, y que nadie se acuerde de mi paso por este lugar.”
Rebecca es pensativa, y no habla. No expresa sus emociones
más que con un vago sí o no. A veces alguna que otra sonrisa, sacada por
comentarios chistosos de sus compañeros.
Tenía amigos, sí, pero ella sentía que nadie podía
valorarla. Nadie podía sentarse a escucharla hablar sobre a lo que ella le
gusta. Si algunos supiesen todas las cosas que tenía para decir, se
sorprenderían.
Rebecca amaba la vida, nunca pensaba en morir. Le gustaba
investigar, leer, sentarse largas horas y pensar, soñar. Su solitaria vida
siempre en contraste con la de sus hermanos, la llevaban a pensar que ella no era
parte de ese lugar, de ese núcleo, de esos alrededores. Es más, Rebecca amaba
tanto la vida que no se cansaba nunca de buscar algo nuevo para aprender, para
descubrir; esos pequeños misterios que sorprenden y no se olvidan. El problema
yacía en la imposibilidad de contar esas cosas, de sorprender e ilustrar a
alguien más con su pequeño hallazgo.
Por eso Rebecca estaba decida a estar sola, a encerrarse en
su vasto mundo de curiosidades, de nimiedades que para ella lo eran todo. Tal
vez su más grande descubrimiento, fue el placer de la soledad.