Es entonces cuando estás en ese pequeño limbo. La decepción, pura y simple. Es sentir que algo no salió como quisiste, pero en este caso, no tuviste la culpa. No pudiste hacer nada ni podías. La decepción aparece cuando depositamos sueños, esperanzas, ideales en otra persona. Es solo responsabilidad de ella poder cumplirlas (a veces ni son conscientes de esto). A veces fallan, y no es tu culpa. Fuiste buena persona, hiciste bien, tal vez llegaste a rozar demasiado la inocencia; ésta es causa de la decepción. Tal vez corrimos y sin darnos cuenta una gigantesca pared, construída de cosas que en realidad nunca quisiste saber, se interpuso y chocaste. Te caíste. Ahora es cuestión de levantarse. Si hay algo para lo que sirve la decepción, es que ayuda a crecer, ayuda a cambiar el lente de las cosas; el trago es amargo, pero te hará bien a la larga.
Es triste también cuando ves que no puedes expresar ni el más mínimo enojo, ni reproche, ni capricho, ni llanto, ni nada. Es porque somos adultos. Estamos inmersos en el mundo real ahora, somos grandes y nos hacemos cargo de nuestras responsabilidades... pero ¡carajo! ¡No puedo evitarlo! No puedo evitar sentirme como una niña de 6 años que acaba de darse cuenta de que Papá Noel, los Reyes Magos, el Ratón Perez, todos esos eran en realidad sus padres. Lo peor es que ahora, al ser más grandes, es más serio. No se trata de personajes fantásticos, son cosas reales que hace gente real, gente a la que por un momento creíste de verdad.